martes, 13 de marzo de 2012


Mientras el Conde Lucanor hablaba con Patronio, su consejero, le dijo que había un hombre de menor importancia y riqueza que él, que siempre era bienvenido a cualquier lugar, y que con pequeñeces cautivaba a todas las mujeres que se encontraba. En cambio, el conde, decía aque con todo el dinero y las cosas que él podía ofrecerles, nunca conseguía enamorarlas como lo hacía aquel hombre.
         
          -¿Qué debo hacer, copiar e imitar las estrategias de ese hombre, o seguir siendo y actuando igual, sin conseguir lo que quiero?- le preguntó el conde a su consejero.
         
          Patronio, viendo la confusa situación en la que se encontraba el conde Lucanor, lo quiso ayudar diciéndole:
          -Señor, se me ocurre ahora que lo dice, la historia de un burro que envidiaba a un perrito. Este perrillo faldero, jugaba con su dueña, se besaba las manos y la cara con su lengua, movía la colita en señal de alegría, era el centro de atención de los amigos de su dueña, los cuales gozaban de su agradable y alegre compañía. Hasta le daban parte de su rica comida!
          A todo esto, el asno lo observaba con envidia, pensando en qué hacer para llegar a ser tan querido como lo era el otro animal.
          Él, al ser tan ignorante, pensaba ciegamente que él tenía muchas más ventajas, y que podía ser mucho más provechoso que el perro, ya que servía para cargar cosas pesadas, y para transportar harina y leña para comer, por lo que si se pusiese a jugar y a imitar al perrillo, sería igual o más querido que éste.
         
          Decidido, salió del establo, con mucha energía, preparado para demostrarle a su dueña cuanto la quería.
          Al llegar a la sala en la que estaba su ama, posó sobre los brazos de ésta sus brazos y pezuñas, orgulloso de sí mismo.
          Al ver lo que ocurría, y quién era el que la tocaba, la mujer comenzó a gritar y a dar grandes chillidos de miedo.
          Rápidamente fueron los criados a ver que pasaba, y cogieron palos y piedras, y le dieron golpes y golpes al asno, hasta que se rompieron en pedazos.
         
          Por eso Señor, quiero decirle que lo que usted haga o no haga está en sus manos, y yo siempre lo voy a respeta, pero en este caso, pienso que si usted decide comportarse como lo hizo el burro, el resultado será prácticamente el mismo, y en vez de cariño, lo que recibirá serán penas y palos.
         
          El conde Lucanor estaba bastante satisfecho con el entretenido cuento que le había escuchado contar a Patronio.
          Por esto, la moraleja que entendió el conde, fue la siguiente: “No te esfuerces en imitar aquello para lo que no estás capacitado”.

Hansel y Grettel



            Con el horno bien caliente, la bruja preparándose para cocinarnos, y mi hermano Hansel y yo atados con cuerdas en manos y pies, presentía que se acercaba la hora de nuestra muerte.
          De repente vi que las cuerdas que nos sujetaban, eran simplemente serpientes de gominola largas. Se me ocurrió una idea.
          Le dije a Hansel que mordiera mis cuerdas, y yo le hice lo mismo. Estábamos libres, y la vieja bruja no se había ni dado cuenta.
          Mientras ésta subía la temperatura del horno, y para hacerlo se agachaba, cogimos carrerilla, y le dimos un fuerte empujón en el culo, haciendo que se metiera en el horno. Rápidamente lo cerramos, y nos escapamos.
         
          Os preguntaréis cómo fuimos a para a quel extraño lugar. La verdad es que es una historia muy larga, y bastante triste.
         
          Aquella mujer, la nueva “madrastra”, nos odiaba tanto, que un buen día decidió llevarnos de paseo al bosque, y nosotros, tan inocentes, pensamos que era para divertirnos de excursión.
          Al llegar al medio del bosque, nos dejó abandonados, sin otra cosa que una barra de duro pan, que utilizamos para marcar nuestro camino, y no perdernos.
         
          En medio del recorrido, vimos a lo lejos una casa preciosa y llamativa, con muchos colores. Al adentrarnos en ella, nos dimos cuenta de que estaba hecha de golosinas de todos los tipos y sabores.
          Nos había abierto la puerta una señora un poco mayor, que nos invitó muy amablemente.
          Nos dió todas las gominolas que quisimos, día tras día, hasta que nos empachábamos. Ahora me doy cuenta de que eso precisamente era lo que quería, hacernos comer y comer hasta llenarnos tanto como pelotas, y luego comernos asados en el horno como pollos.
          Por mucho que lo intentó, nunca lo consiguió, y es más, recibió lo que se merecía, porque como se dice: “no desees a otro lo que no quieres que te ocurra a ti”.
         
          Volvimos a casa siguiendo las pocas migas de pan que quedaban, ya que los pájaros las habían devorado todas, y juntos, como siempre, preparados para contarle todo a nuestro querido padre.